El Proceso de Ribadavia
Entre 1492 y 1595, los judíos de Ribadavia vivieron relativamente tranquilos, simulando ser cristianos y practicando clandestinamente su religión. Tenían especial cuidado en iniciar a los jóvenes en la adolescencia. Este relevo generacional, que abarcó cuatro generaciones, fue crucial para garantizar la continuidad histórica del judaísmo ribadaviense. De hecho, la mayoría de los detenidos y condenados entre 1606 y 1610 fueron jóvenes de veinte años. El papel principal en la transmisión de la tradición lo jugaban las mujeres, las madres y las abuelas, así como matriarcas judías como Branca Vázquez y Ana Méndez, ya fallecidas cuando llegó la represión, que también enseñaban los ritos y ceremonias de la Ley de Moisés en la comunidad judaizante de Ribadavia.
El proceso inquisitorial: persecución, tortura y resistencia
A finales del siglo XVI, comenzaron las visitas de la Inquisición a Ribadavia. En 1595 procesaron al abogado Xerónimo Rodríguez: una advertencia. El 7 de marzo de 1606, el Tribunal de Santiago recibió una carta del Consejo de la Inquisición General y Suprema ordenando pasar a la acción: «Prendan a once de ellos». Serán muchos más, porque un joven circundado, Xerónimo Bautista de Mena, que la comunidad había enviado a Venecia, Pisa y Salónica para estudiar en sus sinagogas y luego enseñar la vieja ley en Ribadavia, los denunció por arrepentimiento, enemistades y/o simple desequilibrio mental. Confesó a los inquisidores que cuando, hacía dos años, su madre había muerto, intentó resucitarla como lo hizo el profeta Eliseo con el hijo de la viuda.
El fenómeno del «malsín» (delator) es habitual en la historia del judaísmo, especialmente cuando la persecución los obligaba a formar sociedades secretas. El malsín de Ribadavia denunció de entrada a 200 judaizantes, la mitad del pueblo (450/500 vecinos en 1517-23; 460 vecinos en 1645), empezando por su difunta madre y sus hermanos de 13 y 15 años. Xerónimo apareció muerto (en extrañas circunstancias, como ocurre en estos casos) durante el proceso, y el Tribunal, que, como Roma, no premia a los traidores, lo sentenció en el último momento (1610) a ser quemado en forma de estatua, junto con sus huesos, que para tal fin fueron desenterrados. Xerónimo Bautista de Mena muere dos veces, primero como falso judío, luego como falso cristiano.
Al final hubo 40 condenados en Ribadavia, con importantes confiscaciones de bienes, complicadas de ejecutar debido al esfuerzo de los judaizantes por ocultarlos. Entre los sentenciados había dos concejales del ayuntamiento, siete mercaderes, dos terratenientes, varios profesionales y catorce mujeres. La mayoría de los procesados nacieron en Ribadavia, el resto eran ribadavienses originarios de otros lugares de Ourense, Galicia y del norte de Portugal (varios de Vila Flor, Braga), atraídos por su floreciente comunidad. Veintiún judaizantes fueron sentenciados a cadena perpetua, después de que la Suprema de Madrid reprendiera al Tribunal de Santiago por la suavidad de las penas. Dos fueron condenados, debido a su relevancia, a ser ejecutados en persona, es decir, a ser quemados en la hoguera: Felipe Álvarez y su hijo más rebelde, Antonio Méndez. Los restantes recibieron penas de prisión que iban de 6 meses a 4 años. De manera regular, las condenas suponían, además del inmediato secuestro de los bienes, la obligación de llevar el hábito (sambenito).
No está claro si los condenados cumplieron las penas más duras, muerte y perpetua, tanto por los acuerdos económicos con la Inquisición, como por las dificultades de esta para mantener mucho tiempo a los condenados en cárceles secretas, y la caída en desgracia de los inquisidores que firmaron las sentencias de Ribadavia, Juan Muñoz Cuesta y Juan Ochoa, al año de finalizar el proceso.
El 25% de los reos que se reconciliaron con la Iglesia en el siglo XVII en España compraron las penas. Claro que no todos tenían las mismas posibilidades, aunque hay que decir que el estatus social y económico no ahorró a nadie el sufrimiento en el tormento, más bien lo contrario.
El sistema, llamado el «potro», para atormentar a los presos era bastante simple: los colocaban sobre una escalera, con cuerdas atadas a los brazos y piernas que se apretaban dando vueltas a los torniquetes hasta descubrir el hueso, si fuera necesario. Así fueron torturados el 32% de los vecinos de Ribadavia detenidos: trece reos en total, por lo general gente de edad, cinco mujeres y ocho hombres. La mayoría de ellos, según el propio Tribunal, vencieron el tormento: todas las mujeres, y algunos hombres (específicamente tres). ¿A quién se torturaba? A las personas más relevantes de la comunidad judía desde el punto de vista político, económico y religioso, es decir, a los dos miembros de la corporación municipal, Xerónimo de Morais y Xoán López Hurtado (y sus esposas), a aquellos procesados que eran mercaderes y mujeres de mercaderes (el 53% de los que pasaron por el potro eran comerciantes), y a la viuda del difunto Marcos López, abogado y ejecutado en estatua. Se cebaron sobre todo con Felipe Álvarez, que actuaba como rabino de todos ellos, y con su hijo fiel Antonio, los únicos condenados a muerte. Torturaban para obtener confesiones que suponían buenos ingresos económicos, y también por pura venganza.
El Consejo Supremo de Madrid y el Tribunal de Santiago quisieron hacer de Ribadavia un proceso ejemplar, cortando de raíz, para que sirviera de escarmiento para toda Galicia judaizante: persiguieron a los colaboradores de la ocultación de bienes y la fuga de judaizantes; persiguieron a los familiares de los condenados, incluso menores; persiguieron la memoria y la fama de aquellos difuntos que les enseñaron la Ley de Moisés en Ribadavia en la segunda mitad del siglo XVI.
Sin embargo, los condenados y torturados de Ribadavia pronto obtuvieron satisfacción moral. La Suprema envió en 1611 un inspector con 60 cargos de ineficacia contra los dos grandes inquisidores de Galicia durante el proceso de Ribadavia, que fueron acusados de irregularidades en el secuestro, depósito y subasta de los bienes de los judaizantes, de repetir ilegalmente sesiones de tortura, de faltar a un comportamiento personal acorde con su función en el Santo Oficio y con el estado clerical. Ochoa fue acusado de dar misa borracho, de estar amancebado con una casada que llegó a presidir con él la audiencia del Tribunal. Muñoz Cuesta fue acusado de ir con prostitutas y de seducir a niñas de 14 y 15 años. Meses después del último auto de fe, donde se quemaron en la catedral de Santiago las estatuas de los últimos procesados de Ribadavia, Juan Ochoa y Juan Muñoz Cuesta, fueron expulsados de Galicia, inhabilitados durante años para ejercer cargos en la Inquisición y multados económicamente. Penas bastante pequeñas si las comparamos con las que ellos aplicaron al rabino Felipe Álvarez y a su gente por no trabajar los sábados o recitar en la iglesia de la Magdalena los Salmos de David sin el «Gloria Patri». La sanción pública de la inmoralidad de los máximos responsables del Santo Oficio en Galicia favoreció de inmediato la negociación de las penas de muerte (Felipe Álvarez) y cadena perpetua (Simón Pereira), y suponemos lo mismo respecto a las otras sentencias contra los vecinos de Ribadavia.
Cuatro siglos después de estos lamentables hechos, aún está pendiente la rehabilitación de las víctimas, la restauración de la verdad histórica, y la devolución de la fama y la memoria a los desconocidos descendientes de los últimos judíos de Ribadavia: los Álvarez, Méndez, Gómez, López, Hurtado, Pereira, Vázquez, Duarte, Coronel, Mena, Blandón, Morais, Oliveira, Díaz, Fernández, Rodríguez, Sousa, León, Chaves, que creemos siguen viviendo en Ribadavia, y en otros lugares de Galicia. Apellidos por lo general comunes, debido al afán de los conversos por pasar desapercibidos, que nos recuerdan que todos podemos tener orígenes judíos. Más bien dicho, si alguien prendió y torturó a una persona por ser de otra idea, nación y religión, todos somos víctimas, todos somos judíos, todos somos pues vecinos de Ribadavia en aquellos años de terror: 1606, 1607, 1608, 1609, 1610, como nos gusta celebrar en las «Fiestas de la Historia», que caen cada año en el tiempo de la vendimia y del «Ayuno Grande» de nuestros antepasados.